RADIO FE LATINA

Hijos de la Virgen Santisima que se acercan a esta Casa de Maria.

Todos estamos llamados a ser SANTOS

"Todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en esa “semejanza” a Él, según la cual, han sido creados. Todos son hijos de Dios, y todos tienen que llegar a ser lo que son, a través del camino exigente de la libertad».
(S.S. Benedicto XVI, 1 de noviembre de 2007)

martes, 22 de diciembre de 2009

UN RIO DE ORO SOBRE LA TIERRA.Sylvie Barnay

EL CISTER

«Conocí a una persona a la que se le mostró esto en espíritu y en verdad en un claustro de la orden del Císter», confiaba el autor anónimo de una de esas historias que escuchaban los novicios cistercienses como ejemplos a comienzos del siglo XIII. «A la hora de la procesión ella vio a la Virgen amabilísima avanzando procesionalmente por el claustro y tras ella discurría un río de oro (...). La llena de bendición le dijo entonces: "Es la orden del Císter que me sigue a todas partes donde voy"». La visión se cerró con esta imagen del oro fundido que daba una definición ideal de la orden del Císter. El cisterciense que sigue los pasos de la Madre de Dios es semejante al oro líquido. Esta imagen expresa el sentido mismo de la espiritualidad cisterciense. Su designio es que el monje una su alma a Dios en el amor, para que el alma se licúe en esta unión como el oro cuando está fundido. La unión del alma y de Dios es considerada como una fusión de espíritus, la consumación de las bodas espirituales. De hecho, la vida cisterciense invita a los desposorios del alma y Dios con profusión de palabras e imágenes tomadas del lenguaje de los espirituales de la orden: San Bernardo (+1153), Guillermo de Saint-Thierry (+1149), Aelred de Rielvaux (+1167), por no citar más que los nombres más grandes... Un solo texto inspira la belleza de sus sermones, la pureza de sus devociones espirituales, la gracia de sus expresiones: «El Cantar de los Cantares» de la Biblia. Este libro bíblico es un diálogo que canta el amor entre el Amado y su Amada, el Creador y su criatura, Dios y el alma: «Que me bese con los besos de su boca» (Ct 6,4). El Cantar de los Cantares constituye el modelo del camino que debe tomar el monje para unirse a Dios. El pensamiento cisterciense ha leído, comentado, interpretado en sentido espiritual cada una de las palabras del Cantar de los Cantares. Se ha identificado con la Esposa, «que sube del desierto apoyada en su amado» (Ct 8,5), que vivía en el desierto la cotidianidad de oración y de soledad unidas por el espíritu de la regla de San Benito. Al novicio que entraba en la orden, sólo le incumbía una cosa para llegar a ser monje del Císter: aprender pasa a paso el arte de amar a Dios, llegar a ser la Amada del Amado, la Esposa del Esposo, el alma «que sube del desierto apoyada en su amado», a imitación de la Virgen María.

En efecto, San Bernardo ha visto en María además a la Esposa del Cantar de los Cantares, a la Amada de Dios. La interpretación mariana del Cantar de los Cantares que consiste en aplicar cada uno de sus versículos o de sus palabras a la Virgen en el comentario, ha abierto nuevas perspectivas espirituales a los teólogos cistercienses. A partir de ahí el pensamiento cisterciense pudo abrir nuevos caminos de exploración espiritual donde la Virgen tenía su espacio. Porque en María, San Bernardo vio además a la que podía acercar al Amado con su Amada y permitir la reanudación del diálogo entre Dios y el alma: la mediadora de los desposorios. Por esta razón, la Virgen iba a ocupar un espacio más importante en la vida espiritual de las almas monásticas llamadas a convertirse en esposas de Dios. Iba a convertirse en su modelo.

Toda la exploración cisterciense de la unión de amor del alma con Dios descansa sobre la idea maestra de la teología griega que le sirve de fundamento: la elevación espiritual por diferentes grados hasta la luz divina. El pensamiento cisterciense está impregnado por la doctrina del Seudo-Dionisio, obra de un autor sirio de comienzos del siglo VI cuya traducción latina de Juan Escoto Erígena en el siglo IX permitió su difusión. Ésta ejerce una influencia central sobre la teología a partir del siglo XII que reverencia y medita su pensamiento. La doctrina dionisiana concibe dos mundos el visible y el invisible. Presenta al universo como la imagen de un edificio en el que se sobreponen diversos órdenes, a la manera de una escala: arriba las jerarquías de los ángeles, abajo las jerarquías de los hombres. Todos han salido de la luz de Dios. Según el nivel jerárquico en que se encuentren situadas reciben y transmiten la luz divina. Cada criatura posee en el fondo de sí misma una parte de la luz original. Como el sol emite luz, así Dios irradia a través de todos los niveles de la existencia, desde los círculos del movimiento cósmico hasta la sencilla luz del día que resplandece en los muros cerrados y severos de los edificios cistercienses. Como cangilones que vierten unos sobre otros o como espejos que se devuelven un reflejo, la luz de Dios desciende sobre la tierra. Esta luz penetra a la criatura que la contempla. Ella, que por el pecado se ha apartado de su Creador, se convierte en un instrumento de su vuelta al cielo. Al mirar la luz, la criatura tiene la posibilidad de elevarse en la vertical de la materia a la superación de la materia hasta su punto de origen que es el Creador. Por sucesivas claridades, dice San Bernardo, se eleva desde la luz del sol hasta la luz de Dios. A medida que se abre la criatura a esta luz divina, a medida que se desprende de su oscuridad causada por el alejamiento y se acerca a Dios, se hace capaz, a su vez, de reflejar la luz de Dios. El alma realmente es semejante a un espejo. Refleja la luz. Se asemeja a Dios cuando le devuelve totalmente su luz, o cuando su espejo ha llegado a ser totalmente luminoso. Para llegar a esto hay un modelo, María. Hay un ejemplo, el de ella

En el pensamiento cisterciense, la Virgen desciende con la luz para ayudar al hombre a volver a Dios. Ella le invita a volver a su Creador. Le compromete a contemplar la luz divina ayudándole a despojarse progresivamente de los velos que obstruyen el alma y la impiden reflejar la luz divina. Según esta misma lógica, la Virgen de las apariciones llega a la tierra al mismo tiempo que el movimiento divino que emana en permanencia del Creador, al mismo tiempo que la luz que viene de Él. Este movimiento de luz o de amor que proviene de Dios es el vehículo de la aparición de la Virgen. La Madre de Dios penetra de ese modo por la radiación del amor de Dios en la visiones de los hombres, ya sea una luz, un rayo de sol o, incluso una vidriera resplandeciente de claridad... Ésta es la razón por la que la orden del Císter, como cuentan los relatos visionarios, dice que ve llegar a la Virgen a través de todos los destellos de la luz. Relatos no faltan. Un viejo monje, por ejemplo, distinguió a la Señora de la belleza, la toda celestial Virgen María, a través de la inmensa luz que resplandecía a la entrada de su dormitorio. Otro iba a la iglesia cuando vio a la Madre de Dios entrar por la vidriera del coro. También ocurría que María apareciera en el resplandor de la aurora, en la curvatura de un arco-iris, e incluso a través de la luminosidad de un cirio, a la hora de la procesión de los monjes por el claustro; hasta ese punto pretendía la orden cisterciense ser una manera de vivir el retorno a Dios en cada uno de sus gestos cotidianos. En este preciso momento, la comunidad del Císter formaba como una sola luz que volvía a su Creador, como un río de oro detrás de Aquella que le arrastraba en su estela de amor, ya que la Virgen es el modelo de los monjes. La que dirige la ronda...

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