Todos estamos llamados a ser SANTOS
"Todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en esa “semejanza” a Él, según la cual, han sido creados. Todos son hijos de Dios, y todos tienen que llegar a ser lo que son, a través del camino exigente de la libertad».
(S.S. Benedicto XVI, 1 de noviembre de 2007)
(S.S. Benedicto XVI, 1 de noviembre de 2007)
martes, 22 de diciembre de 2009
VER A MARÍA PARA VER A DIOS
Los autores cistercienses, desde San Bernardo a Aelred de Rielvaux invitaron a los monjes a observar una vida conforme a la vida de María para unirse a Dios. Por eso los maestros de novicios presentaron a la Virgen como modelo. Por medio de relatos de visiones o de apariciones, la propusieron como ejemplo a las almas jóvenes que tenía que guiar. Luego, insertaron estos relatos en crónicas, sermones o «diálogos». Si escribieron «diálogos» es porque era largo el camino para legar a la hora de las bodas con el esposo divino. ¿Cómo hubiera podido el alma cisterciense trabar diálogo con Dios, como la Esposa del Cantar de los Cantares, si antes no la hubieran enseñado a dialogar? Sólo después de haber subido paso a paso cada uno de los grados del itinerario espiritual cisterciense podía el novicio esperar llegar a la unión de amor y a la contemplación de la luz con la condición de comenzar a dialogar primero con su maestro de novicios.
Los Diálogos de los milagros de Cesáreo de Heisterbach (+hacia 1240) son un modelo del género. Su autor fue maestro de novicios en el convento de Heisterbach, cerca de Colonia, en Alemania, en un momento en que la orden comenzaba su expansión en esta región. La obra escrita en 1217 o 1218, justo después de IV concilio de Letrán, pone en escena un diálogo entre un novicio y un monje detrás de los cuales cada uno se podía reconocer, tanto discípulos como maestros. A cada cuestión planteada por el novicio, responde el maestro con un ejemplo, es decir, una historieta de contenido edificante destinada a hacer comprender un elemento de teología o de doctrina. La obra trata, por tanto, de presentar un modelo de la vida espiritual cisterciense. «Como este diálogo contiene muchos milagros», dice Cesáreo de Heisterbach, lo tituló con toda naturalidad Diálogos de los milagros, dando al milagro el significado de intervención divina en la vida de los monjes. Lo dividió en doce libros que van desde la Conversión a la Gloria de los muertos, pasando por el de Simplicidad, el de Santa María y el de las Visiones, estando compuesto cada libro de una sucesión de ejemplos. Las apariciones de la Virgen ayudan al novicio a entrar en diálogo con Dios en el libro que está consagrado a María, el libro séptimo.
La ordenación de la obra tiene su sentido. La cifra doce corresponde a una de las divisiones más frecuentes de las jerarquías simbólicas del pensamiento espiritual medieval. Los Diálogos de los milagros están formados por doce libros, como los doce escalones que, según San Bernardo, separan al hombre de su semejanza con Dios. Estos libros son doce, como los doce grados de humildad a cuyo término según san Benito, se supone que el monje se une a su Creador. El estado religioso es realmente un estado de humildad, el del alma que ha reconocido su alejamiento de Dios. La piedra de toque es la obediencia. Sólo el alma que consiente constantemente a la voluntad de Dios puede esperar llegar a la proximidad divina elevándose hasta ella para ser de nuevo el espejo de luz y asemejarse a Dios. La Virgen, por sí sola, constituye toda una etapa y precisamente la séptima, de este itinerario espiritual. Además, los Diálogos de los milagros la colocan en el libro séptimo, después del capítulo consagrado a la Simplicidad y antes del de la Visiones.
La Virgen, por tanto, es el vínculo entre la simplicidad y la visión de Dios. En el pensamiento cisterciense, la simplicidad designa la mirada de Dios sobre el hombre. «La simplicidad (...) es como la materia informe», escribe Guillermo de Saint-Thierry. El alma que ha llegado a la simplicidad significa que ya no tiene forma. Es virgen de alguna manera. Es posible, por tanto, que el Creador se contemple de nuevo en ella, que de nuevo pueda imprimirse en ella el sello de Dios, como se imprimió en María en la Encarnación. En efecto, con la caída el hombre perdió su semejanza con Dios (Gn 1,26), su lugar original. Para llegar a la simplicidad del alma, el novicio comienza por convertirse, porque la conversión indica que se vuelve hacia Dios. Es el objetivo del primer libro de los Diálogos de los milagros. En su humildad el novicio reconoce enseguida que es pecador, es decir, que ha perdido su semejanza con Dios. Este recorrido ocupa los libros del segundo al quinto de los Diálogos de los milagros. En el libro sexto de los Diálogos de los milagros, el novicio accede a la simplicidad. Por simplicidad el novicio se ofrece tal como es, a saber, criatura pecadora que ha perdido su propia forma y que está dispuesta para recibir la forma de Dios en su alma. En la séptima etapa, o libro séptimo, la Virgen toma de su mano el itinerario espiritual: es el espejo de Dios y, como tal, mediadora entre la mirada de Dios y el alma humana. Su tarea es modelar el alma virgen o informe según la semejanza divina. Así ella encamina al novicio hacia la visión de Dios para que se una a él. Etapa intermedia, etapa capital. Ver a Dios, es, realmente, según los espirituales cistercienses, el fin del destino humano. «Habiendo Dios creado al hombre a su semejanza, le llama por su gracia a salir de la desemejanza del pecado, para encontrar su camino que desemboca en la visión divina», dice también Guillermo de Saint-Thierry. Es el pecado de origen, momento en que la criatura da la espalda al rostro del Creador, lo que impide al hombre contemplarlo.
Sylvie Barnay
Los Diálogos de los milagros de Cesáreo de Heisterbach (+hacia 1240) son un modelo del género. Su autor fue maestro de novicios en el convento de Heisterbach, cerca de Colonia, en Alemania, en un momento en que la orden comenzaba su expansión en esta región. La obra escrita en 1217 o 1218, justo después de IV concilio de Letrán, pone en escena un diálogo entre un novicio y un monje detrás de los cuales cada uno se podía reconocer, tanto discípulos como maestros. A cada cuestión planteada por el novicio, responde el maestro con un ejemplo, es decir, una historieta de contenido edificante destinada a hacer comprender un elemento de teología o de doctrina. La obra trata, por tanto, de presentar un modelo de la vida espiritual cisterciense. «Como este diálogo contiene muchos milagros», dice Cesáreo de Heisterbach, lo tituló con toda naturalidad Diálogos de los milagros, dando al milagro el significado de intervención divina en la vida de los monjes. Lo dividió en doce libros que van desde la Conversión a la Gloria de los muertos, pasando por el de Simplicidad, el de Santa María y el de las Visiones, estando compuesto cada libro de una sucesión de ejemplos. Las apariciones de la Virgen ayudan al novicio a entrar en diálogo con Dios en el libro que está consagrado a María, el libro séptimo.
La ordenación de la obra tiene su sentido. La cifra doce corresponde a una de las divisiones más frecuentes de las jerarquías simbólicas del pensamiento espiritual medieval. Los Diálogos de los milagros están formados por doce libros, como los doce escalones que, según San Bernardo, separan al hombre de su semejanza con Dios. Estos libros son doce, como los doce grados de humildad a cuyo término según san Benito, se supone que el monje se une a su Creador. El estado religioso es realmente un estado de humildad, el del alma que ha reconocido su alejamiento de Dios. La piedra de toque es la obediencia. Sólo el alma que consiente constantemente a la voluntad de Dios puede esperar llegar a la proximidad divina elevándose hasta ella para ser de nuevo el espejo de luz y asemejarse a Dios. La Virgen, por sí sola, constituye toda una etapa y precisamente la séptima, de este itinerario espiritual. Además, los Diálogos de los milagros la colocan en el libro séptimo, después del capítulo consagrado a la Simplicidad y antes del de la Visiones.
La Virgen, por tanto, es el vínculo entre la simplicidad y la visión de Dios. En el pensamiento cisterciense, la simplicidad designa la mirada de Dios sobre el hombre. «La simplicidad (...) es como la materia informe», escribe Guillermo de Saint-Thierry. El alma que ha llegado a la simplicidad significa que ya no tiene forma. Es virgen de alguna manera. Es posible, por tanto, que el Creador se contemple de nuevo en ella, que de nuevo pueda imprimirse en ella el sello de Dios, como se imprimió en María en la Encarnación. En efecto, con la caída el hombre perdió su semejanza con Dios (Gn 1,26), su lugar original. Para llegar a la simplicidad del alma, el novicio comienza por convertirse, porque la conversión indica que se vuelve hacia Dios. Es el objetivo del primer libro de los Diálogos de los milagros. En su humildad el novicio reconoce enseguida que es pecador, es decir, que ha perdido su semejanza con Dios. Este recorrido ocupa los libros del segundo al quinto de los Diálogos de los milagros. En el libro sexto de los Diálogos de los milagros, el novicio accede a la simplicidad. Por simplicidad el novicio se ofrece tal como es, a saber, criatura pecadora que ha perdido su propia forma y que está dispuesta para recibir la forma de Dios en su alma. En la séptima etapa, o libro séptimo, la Virgen toma de su mano el itinerario espiritual: es el espejo de Dios y, como tal, mediadora entre la mirada de Dios y el alma humana. Su tarea es modelar el alma virgen o informe según la semejanza divina. Así ella encamina al novicio hacia la visión de Dios para que se una a él. Etapa intermedia, etapa capital. Ver a Dios, es, realmente, según los espirituales cistercienses, el fin del destino humano. «Habiendo Dios creado al hombre a su semejanza, le llama por su gracia a salir de la desemejanza del pecado, para encontrar su camino que desemboca en la visión divina», dice también Guillermo de Saint-Thierry. Es el pecado de origen, momento en que la criatura da la espalda al rostro del Creador, lo que impide al hombre contemplarlo.
Sylvie Barnay
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